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Esas cosas raras que tiene nuestro cerebro o como explicar el intrincado cableado del cerebro humano

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Los biólogos suelen decir que para una célula lo más peligroso es dividirse. El ADN debe duplicarse en cada ciclo celular para que cada célula hija mantenga la misma cantidad y calidad de información. Para que el ADN se duplique debe “desenrollarse” y cada una de las hebras de la doble hélice sirve de molde para la síntesis de una nueva.  Es en el ensamblaje de estas dos mitades  cuando existe la posibilidad de que la célula cometa un error.

Estos cambios o mutaciones le pueden costar la vida a un organismo, pero también son esenciales para la evolución. Sin ellas, no habría nada novedoso, ningún cambio; el algoritmo de la búsqueda darwiniana se detendría.

Los héroes anónimos de esta selección natural son los transposones

Descubiertos en el maíz por Barbara McClintock en la década del 40’, son fragmentos de ADN que saltan de una parte a otra de la secuencia del mismo, es decir que tienen la capacidad de moverse a lo largo de los cromosomas (transposición).  Este hallazgo revolucionario de la Dra. McClintock fue recibido inicialmente con  resistencia por la comunidad científica y visto por algunos como una herejía. Sin embargo, desde su descubrimiento se ha acumulado un  conocimiento  enorme sobre su biología. De hecho, ahora se sabe que pueden generar inestabilidad genómica y reconfigurar las redes de expresión génica tanto en la línea germinal como en las células somáticas. Aunque la información que contienen es “extra” o de repuesto, comprenden el 50% del genoma de los mamíferos.

Cada uno de nosotros es el producto de miles de millones de divisiones exitosas, y nuestras células son excelentes silenciadores de los transposones (la mayoría de estos genes nómadas son conocidos técnicamente como retrotransposones). Hasta hace poco,  se creía que estaban latentes en la mayoría de las partes del cuerpo, lo que es cierto para casi todas las áreas, menos para el cerebro.

Hace quince años, el neurobiólogo Rusty Gage (Instituto Salk, La Jolla, California) estudiando la neurogénesis, el desarrollo en adultos de neuronas a partir de células madre inmaduras, comparó todos los genes que se expresan en estas células madre con los de las neuronas maduras, y fue entonces cuando, por primera vez,  se detectó  que los transposones no solo que no estaban silenciados sino que eran las secuencias más activas.

Como ocurre muchas veces con un resultado inesperado, el hallazgo de Gage quedo flotando en su laboratorio como una especie de curiosidad. Este tipo de datos son un tanto inquietantes y no es fácil poner a alguien a trabajar en un proyecto de esta naturaleza.

Si los transposones manipulaban el ADN de cada futura neurona significaba que cada una de ellas podía tener un genoma ligeramente diferente. Incluso neuronas originadas de una misma célula madre se comportarían diferente. Este fenómeno, que se conoce como mosaicismo genético, no sucede frecuentemente en otros tejidos. Aquí va un ejemplo: aunque su estructura y función son totalmente distintas las cilias que protegen nuestros pulmones son genéticamente idénticas a las células sanguíneas. Las dos son diferentes solamente porque expresan genes diferentes, lo que esta predeterminado durante el desarrollo. Aunque las neuronas están programadas de un modo similar, lo que el estudio de Gage sugiere es que los transposones les dan la capacidad de improvisar.

Varios años después del descubrimiento inicial, los miembros del laboratorio de Gage secuenciaron cientos de neuronas individuales de cadáveres humanos y encontraron que esto era cierto. Las células de un mismo cerebro son genéticamente distintas entre sí. Y he aquí otra vez el genio de Gage quien rápidamente reconoció que esta extraña revelación podría ayudar a responder una pregunta de larga data en neurociencia: ¿cómo la naturaleza “cablea”  un sistema tan complejo como el cerebro humano?

Comparemos. El Caenorhabditis elegans es una lombriz de unos pocos milímetros de largo muy utilizada como modelo en biología.  Sus 20.000 genes les proporcionan 302 neuronas. Por el contrario, nuestros 20.000 genes nos dan algo así como 80 mil millones de neuronas. Sería algo así  como darle a dos cocineros los mismos ingredientes y pedirle a uno unas pocas recetas y al otro cientos de millones. El segundo cocinero podría eventualmente llegar a la cuota solicitada si la papa se conviertiera en batata, la lechuga en perejil, las zanahorias en zapallitos. Según la teoría de Gage, los transposones harían estas transformaciones posibles; podrían generar lo nuevo y por lo tanto la complejidad, de un modo que nuestros genes por si mismos no podrían.

Si este es el motivo por el cual no están silenciados durante el desarrollo neural pero si en la vida adulta, podríamos especular que nuestros cerebros son anfitriones de un tipo de evolución en miniatura.

Del mismo modo que los picos de los pinzones de Darwin se adaptaron a diferentes fuentes de alimento, cada neurona puede desarrollar su propia especialidad en el ecosistema del cerebro. Esto no es algo novedoso para nuestro organismo, las células del sistema inmune hacen uso de transposones con el fin de generar una amplia gama de anticuerpos para etiquetar nuevos invasores. Entonces, no sólo cada cerebro sería diferente sino que ¡jamás  podría existir otro igual! ¿Por qué? Porque las inserciones de los transposones en el cerebro no se heredan. El ecosistema cerebral de una hija es distinto al de su madre e incluso al de su hermana gemela.

Vamos a otra analogía útil. C57BL /6, es una cepa común de ratón de laboratorio que ha sido cruzada por generaciones para asegurar un genoma totalmente uniforme. Esto se hace para controlar las diferencias individuales. ¡Pero…no es así!

Entrevistado por Kelly Clancy*, el Dr. Gage describe un experimento hipotético con estos animales. “Escoja diez ratoncitos, todos del mismo género, la misma edad, alimentados y cuidados por la misma madre, gemelos idénticos, en un experimento estrictamente controlado. Al evaluarlos en un simple paradigma conductual como un campo abierto en el cual se les permite moverse con libertad, algunos quedarán inmovilizados por el miedo, otros correrán frenéticamente en círculos, otros explorarán tranquilos. Esto explica, en parte, porque es tan complicado establecer las bases genéticas de las enfermedades neurológicas: no hay un genoma estándar en el cerebro. De hecho, una serie de trastornos cerebrales se han relacionado con un incremento en la transposición. Debemos aclarar que hasta hoy no hay ninguna conexión causal.

Lo que me parece más interesante de los transposones, desde la perspectiva de la evolución humana, es lo que no ha cambiado. En 2013, Gage y sus colegas compararon la actividad de transposición de las células madre humanas y del mono y determinaron que las inserciones son mucho más comunes en nuestros primos taxonómicos más cercanos que en nosotros, tanto en formas hereditarias como  durante el desarrollo neuronal. Como resultado, dos chimpancés separados por unos pocos kilómetros tienen más diversidad genética entre ellos que dos seres humanos distanciados cientos de kilómetros. Un  par de los genes que silencian la actividad de los transposones en humanos hacen lo mismo en los chimpancés, pero nosotros los expresamos de diez a veinte veces más.

Gage especula que la respuesta podría estar en algún evento de nuestra historia evolutiva. Los genes que nosotros sobre-expresamos también tienen propiedades antivirales, lo que no es sorprendente dado que los transposones se comportan un poco como los virus. Siguiendo con la especulación, algo que Gage se puede permitir, nos dice que quizás a en algún momento en los albores de la humanidad hubo una fuerte reducción de la población por una plaga viral, y quienes expresaban más estos genes pudieron sobrevivir y reproducirse. Los transposones quedaron simplemente atrapados en ese fuego cruzado.

A nivel Darwiniano, da un poco de temor  pensar que nuestra diversidad genética como especie es tan estrecha. El argumento más fuerte es que esto podría haber ayudado a alejarnos de la evolución molecular hacia la evolución cultural. Nosotros manejamos las plagas virales con la medicina más que con la esperanza de que nuestros genes se ocupen de hacerlo. Depositamos por generaciones  nuestra confianza en el valor de la lengua y la tecnología, no en nuestra frágil biología. Si nuestras similitudes son las que nos permiten comunicarnos bien, es nuestro cerebro mosaico el que podría profundizar nuestra capacidad individual de  invención e imaginación.

Estas extrañas entidades genéticas  que hacen autostop en nuestro ADN nos han ayudado a convertirnos en lo que somos.

 

Nota del autor: En la reunión anual de SFN (Society for Neuroscience, 2013) se desarrolló un simposio sobre transposones en la que todos los expositores mostraron su expresión y activación en el cerebro, desafiando el dogma de que los genomas neuronales son estáticos. Estos nuevos hallazgos sobre la expresión y función de transposones en el Sistema Nervioso Central tienen importantes implicaciones para la comprensión de la neuroplasticidad del cerebro, ya que hipotéticamente podrían tener un papel en la formación de la conducta individual y contribuir a la vulnerabilidad a la enfermedad.